“Alicia se coló por la boca de la madriguera, sin pensar ni un solo instante en cómo podría salir de allí”. Lewis Carroll

jueves, 21 de agosto de 2008


EL LADO OSCURO ENTRE CHONGOS Y MORELIANAS
Dulce y amigable como estas golosinas michoacanas resultó el viaje a Morelia. Las atenciones y la difusión de la presentación del libro El lado oscuro del espejo rebasaron las expectativas de Alicia. Más allá del evento literario y el trabajo de difusión por parte de los organizadores, que nos dejaron plácidamente exhaustos, la mayor alegría de este viaje fue haber conocido a Quetzalcóatl Rodríguez y a su familia, José Luis Rodríguez Ávalos y Ruth. Gente amable y generosa que con gran profesionalismo realiza las labores culturales que impulsan desde hace más de treinta años a través del Colectivo Artístico Morelia. Es encomiable su labor pues, a pesar de no contar, ¿qué raro no?, con el apoyo económico de las autoridades, ellos mantienen en vilo la actividad cultural de la antigua Valladolid incluso a costa de su propio bolsillo.
Llegamos el domingo al medio día y apenas si nos da tiempo de instalarnos en el hotel y salir a comer algo porque Quetzal ya está esperándonos para llevarnos a recorrer el centro histórico. La catedral de Morelia, a las 9 de la noche, es como un faro gigante de múltiples ojos. Las callejuelas y la hermosa arquitectura estilo colonial nos transportan inevitablemente a las historias de fantasmas y aparecidos que recorren los túneles subterráneos de las viejas casonas. Al calor de una taza de café surgen más tarde las anécdotas, los propósitos y las esperanzas. Que si Pablo Neruda fue hecho preso en Michoacán por disparar a una farola que le estorbaba la vista de la luna en una noche de farra, que si lo pusieron a barrer las calles como dispensa, que si el hotel donde se hospedó no ha querido poner una placa con su nombre (caray... ¿tan mala fama tienen los poetas..?). Acá la gente es muy mitotera, dice Quetzal, orgulloso de la intensa y constante participación de Michoacán en la historia de México. Yo compruebo que ahí hasta los mosquitos son bravos porque uno se instala, goloso, en uno de mis muslos y clava, certero, su aguijón a través de la lycra de mi pantalón.
Al día siguiente, muy temprano, estamos ya listos para ir a la radio. José Luis nos espera sonriente en el lobby y nos anuncia que al medio día iremos también a la televisión (uupppsss!!! eso sí me espanta, nunca he salido en la tele...). En la radio está Liliana, reportera del diario La voz de Michoacán, esperando a que termine la entrevista en la cabina de radio para hacer lo suyo. Salimos corriendo para la televisora donde, mientras esperamos ser llamados, nos divertimos observando las carreras y trajines de la productora y las conductoras del programa. La mujer que sale en pantalla definitivamente es otra distinta a la que cruza la puerta del estudio en los cortes comerciales. Me parece que voy a meter la nariz en una madriguera nunca explorada donde también... ¿seré otra?
A las dos de la tarde vamos a comer y descansamos un rato pues a las siete hay que estar en La Casona del teatro. Un lugar cálido y amable que inmediatamente siento propio; el escenario está cubierto por un cortinaje rojo y pesado. Llega la gente. Un respetuoso silencio y atención prevalecen. Presentamos el libro y al final reparto algunos Sollozos entre los presentes. Brindamos con dos garrafas de vino tinto que ha llevado Quetzal. La televisora ha enviado a una reportera a cubrir el evento así que, antes de que se me suba a la cabeza el vino, respondo algunas preguntas. Alguien saca una guitarra y comienza la bohemia ahí mismo. Nos cantan una canción tradicional en purépecha; suave y hermosa como la lengua de los indígenas michoacanos. Luego vienen los boleros. José Luis y Ruth también se echan sus gorgoritos animando a Obed a tomar la estafeta y aventarse un rock de su autoría y una canción de amor. Los narradores orales toman la palestra y nos regalan con simpáticas historias bíblicas adaptadas por la tradición michoacana. Aquí hay lugar para todas las expresiones artísticas y culturales; el único requisito es querer participar. No hay penas ni dudas; la gente sabe que ese es su espacio y puede hacer en él lo que le venga en gana. La alegría y el compañerismo pueden casi palparse. A las diez y media de la noche se termina el jolgorio. Tenemos hambre así que nos dirigimos a los portales por unas tortas. La mesera tiene que corrernos del lugar porque la plática está muy buena, pero el negocio tiene que cerrar. Son las once y media de la noche y hay que poner a reposar las emociones. Quetzal y su familia nos acompañan unas cuantas cuadras y nos despedimos seguros de que volveremos a vernos.
Al día siguiente desayunamos unos deliciosos huevos rancheros montados sobre tostadas de maiz y espolvoreados con queso rallado. No puedo irme de Morelia sin visitar la Biblioteca Vasco de Quiroga que resguarda entre sus muros enigmáticos y provocadores ejemplares del siglo XVI que pronto tendré entre mis manos (je, je, je... ya me lo estoy saboreando...). Tampoco puedo irme sin paladear una paleta de hielo con chongos zamoranos así que me dirijo a La Michoacana (ésta sí de Michoacán). El tiempo resbala igual que el hielo de mi paleta que se derrite con el sol apurándome a comerla. Obed y yo corremos al hotel por las maletas para regresar al D. F. con el corazón satisfecho, nuevos amigos y un piquete de mosco, del tamaño de un botón.
Sólo me quedé con ganas de dos cosas: Comer aguacate que, inexplicablemente, no había en ninguno de los sitios donde fuimos a comer (Uruapan es uno de los mayores productores de aguacate en México ¿?) y disfrutar un Gazpacho de frutas que sólo vi pasar varias veces frente a mis ojos mientras corríamos de un lado a otro para cubrir la agenda. Quetzal, gracias por tus entusiastas diligencias pero, sobre todo, por permitirme conocerte. Eres una hermosa persona. Y, sin que suene a amenaza: Volveré...

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