CRÓNICA DE UN FINAL NO ANUNCIADO
A las 10:45 -con carteles bajo el brazo, pinzas y trocitos de alambre en el bolsillo; y el entusiasmo saliéndosenos, inevitablemente, por la sonrisa- comienza el recorrido. Nos dividimos las estaciones, salteadas, de cinco en cinco. Un equipo de mujeres (Anita y yo) y otro de hombres (Marco, Román e Iván).
Nos toca el lado amable de ser los últimos en la lista. Los policías, ya acostumbrados a estas visitas, son muy amables. Acuden presurosos a abrirnos la puerta, sonríen, nos hacen comentarios y recomendaciones. Sólo en dos estaciones nos la arman un poco de tos a Anita y a mí. Curiosamente, son policías del sexo femenino. Que si no podemos tomar fotos, que de dónde venimos… piden nuestro santo y seña… Me quedo reflexionando en la supuesta “competencia femenina” que argumentan algunos hombres para describir la relación entre mujeres y me pregunto si al equipo masculino le habrá pasado lo mismo. Más tarde me entero que, ellos también, recibieron el regaño de una mujer policía que se sintió ofendida porque la saludaron, pero no le dijeron a qué iban. ¿Será que somos más exigentes?
Los primeros alambres, manipulados por inhábiles dedos, se nos resisten con gran valentía al principio. A la tercera estación, Anita y yo estamos seguras de tener el ángulo exacto para domar su resistencia y el trabajo se vuelve más rápido y fácil. Ella coloca un lado y yo el otro. Comenzamos a charlar ya un poco menos preocupadas por estar haciendo bien nuestra labor.
En Hamburgo el policía nos recibe con una amplia sonrisa y nos pide que pongamos dos carteles. Uno le parece poco para la cantidad de gente que circula en la estación. Agradecemos su interés y le explicamos que no podemos poner dos porque hay que cubrir aún las otras estaciones.
La mañana transcurre líquida y tibia a nuestro lado. A Anita y a mí no nos para la boca. Compartimos sueños y proyectos y nos sentimos alegres de poder conocer un poco la una de la otra; más allá de quedar ligadas, para siempre, en este proyecto que rebasa, en ese momento, el objeto “cartel”.
Llegamos a Reforma donde el policía, quien vigila muy de cerca la colocación del cartel, nos pide que le regalemos uno antes de irnos. Nos platica que una viejita quiso llevarse, un día, el cartel de Dulce, pero que él no se lo permitió. Entre risas le reprochamos no haberla dejado “hurtar” el objeto de su deseo y le aconsejamos que, luego de catorce días, antes de irse a su casa, cuando nadie lo vea, se lleve consigo el cartel que acabamos de colocar.
Nos comunicamos con los hombres de vez en cuando para monitorear el recorrido. Todo va bien, dicen. Están en Insurgentes y el policía está con ellos leyendo el poema. Les comenta que es muy bonito, que sí lo entiende, que ahí dice que “la mujer, porque no es artificial, reverdece…” Percibió, exactamente, la esencia del poema. Les dice que “qué bueno que se hagan estas cosas” y les muestra su pulsera de apoyo a la dignidad de las mujeres y contra el acoso sexual. Cuando me entero de esto, confirmo que la sensibilidad y el sentido común de los mexicanos está presente más allá de aquellos que piensan que la mayoría de la gente no entiende la poesía (sólo hay que permitirle entrar en nosotros) y, al mismo tiempo, se disipan mis dudas acerca de la presunta contraposición que podría haber entre mi poema, y el de Dulce, y la campaña que el Gobierno del Distrito Federal lleva a cabo contra el acoso sexual (razón por la cual, mi cartel y el de Dulce quedaron al final en la lista).
Anita y yo les estamos pisando los talones a los hombres y, cuando pasamos por Insurgentes, alcanzamos a ver al mismo policía, frente al cartel, ensimismado aún, o nuevamente, no lo sé… en la lectura. Lo vemos, nos miramos entre nosotras cómplices, sonreímos satisfechas. Lamento no haber tenido la cámara preparada en ese instante, pero la imagen se queda en el corazón.
Comenzamos a sentir el cansancio en los pies. La falta de agua seca nuestra boca, pero no queremos salir a buscarla por no ir al baño y la conciencia de que aún nos resta un buen trecho para terminar el recorrido. Decidimos aguantar hasta el final.
En El Chopo nos aborda un joven de nombre Daniel Guzmán que trabaja en Metrobús. Quiere saber si nosotras somos las autoras de lo que dice el cartel. Quiere saber, también, dónde puede conseguir uno. Nos pregunta a dónde puede acudir la gente para conseguir uno de ellos. Le mostramos la dirección mail del colectivo, pero parece no serle suficiente. Nos pide un teléfono o algo más. No quiere irse sin nada. Le doy mi teléfono y se va, por fin, al parecer, más contento.
Ahí la llevamos. Los hombres nos han rebasado ahora. Anita y yo estamos cansadas y hambrientas. El parloteo ha ido bajando de nivel. En Buenavista colocamos el último cartel que nos tocó. Son las tres de la tarde. Anita debe ir a comer con su abuela. Nos despedimos con la intención de no perder el contacto. Yo, que aún debo esperar a los hombres, decido bajar a tomar un refresco con siete pesos que me presta Anita porque no llevo monedero. Compro una Coca en el puesto de la esquina y me siento a beberla, exhausta, en la banqueta. Ya no me importa si no hay baño. Mi cuerpo necesita líquido. Una vez hidratada decido comprar unos cacahuates, pero me faltan cincuenta centavos. El chico del puesto se conduele de mí y me los perdona.
A las tres y media nos reunimos los que quedamos y vamos a comer. A las cinco emprendemos el viaje de regreso. A través de la rejilla de las estaciones, miro, al pasar, ya sentada en el bus, nuestro cartel. Está ahí, muy estiradito y limpio esperando la mirada de los transeúntes. En la estación Poliforum veo a una pareja de novios que, al comprar su tarjeta, se ve atraída por él. Los muchachos posponen la compra del boleto y se detienen a leer.
En la mano derecha llevo el racimo de gafetes. Pienso en las manos de mis compañeras llevándolos, tal vez, de la misma manera que yo los llevo y, en ese momento, me doy cuenta de que ese racimo de gafetes es, en realidad, un racimo de sueños compartidos y por compartir. Sueños puestos en palabras e imágenes con la esperanza de que alguien los mire al pasar, en medio de su trayecto a algún lado.
Me miro los nudillos rasguñados y las uñas llenas de esa mugre que no quiso salir con una simple lavada de manos en el restaurante y me sonrío a mí misma. No sé qué tanto sí o qué tanto no, pero es un hecho que logramos nuestro objetivo. Esos novios y ese policía leyendo me lo dicen. Me digo que vale la pena y que hay que seguir insistiendo. El arte y la poesía no pueden ser privilegio de unos cuantos y es nuestro deber tomar los espacios disponibles. El sonido del motor del bus arrulla mis pensamientos.
A las seis y media nos reunimos con Haydeé y Juan en Dr. Gálvez. Entre todos colocamos los carteles que, por equivocación, los hombres desmontaron de Indios Verdes. Sin querer, la exposición cambia de sede al sur de la ciudad.
Haydeé y Juan, muy guapos, van a una fiesta (diviértanse mucho…) y nosotros –chamagosos, pero contentos- nos dirigimos al cine para cerrar con broche de oro este día que no es, ni por equivocación, el fin del trayecto. El viaje apenas comienza… Gracias Haydeé.
Angélica Santa Olaya D. R. ©
México, D. F. enero 2008.
A las 10:45 -con carteles bajo el brazo, pinzas y trocitos de alambre en el bolsillo; y el entusiasmo saliéndosenos, inevitablemente, por la sonrisa- comienza el recorrido. Nos dividimos las estaciones, salteadas, de cinco en cinco. Un equipo de mujeres (Anita y yo) y otro de hombres (Marco, Román e Iván).
Nos toca el lado amable de ser los últimos en la lista. Los policías, ya acostumbrados a estas visitas, son muy amables. Acuden presurosos a abrirnos la puerta, sonríen, nos hacen comentarios y recomendaciones. Sólo en dos estaciones nos la arman un poco de tos a Anita y a mí. Curiosamente, son policías del sexo femenino. Que si no podemos tomar fotos, que de dónde venimos… piden nuestro santo y seña… Me quedo reflexionando en la supuesta “competencia femenina” que argumentan algunos hombres para describir la relación entre mujeres y me pregunto si al equipo masculino le habrá pasado lo mismo. Más tarde me entero que, ellos también, recibieron el regaño de una mujer policía que se sintió ofendida porque la saludaron, pero no le dijeron a qué iban. ¿Será que somos más exigentes?
Los primeros alambres, manipulados por inhábiles dedos, se nos resisten con gran valentía al principio. A la tercera estación, Anita y yo estamos seguras de tener el ángulo exacto para domar su resistencia y el trabajo se vuelve más rápido y fácil. Ella coloca un lado y yo el otro. Comenzamos a charlar ya un poco menos preocupadas por estar haciendo bien nuestra labor.
En Hamburgo el policía nos recibe con una amplia sonrisa y nos pide que pongamos dos carteles. Uno le parece poco para la cantidad de gente que circula en la estación. Agradecemos su interés y le explicamos que no podemos poner dos porque hay que cubrir aún las otras estaciones.
La mañana transcurre líquida y tibia a nuestro lado. A Anita y a mí no nos para la boca. Compartimos sueños y proyectos y nos sentimos alegres de poder conocer un poco la una de la otra; más allá de quedar ligadas, para siempre, en este proyecto que rebasa, en ese momento, el objeto “cartel”.
Llegamos a Reforma donde el policía, quien vigila muy de cerca la colocación del cartel, nos pide que le regalemos uno antes de irnos. Nos platica que una viejita quiso llevarse, un día, el cartel de Dulce, pero que él no se lo permitió. Entre risas le reprochamos no haberla dejado “hurtar” el objeto de su deseo y le aconsejamos que, luego de catorce días, antes de irse a su casa, cuando nadie lo vea, se lleve consigo el cartel que acabamos de colocar.
Nos comunicamos con los hombres de vez en cuando para monitorear el recorrido. Todo va bien, dicen. Están en Insurgentes y el policía está con ellos leyendo el poema. Les comenta que es muy bonito, que sí lo entiende, que ahí dice que “la mujer, porque no es artificial, reverdece…” Percibió, exactamente, la esencia del poema. Les dice que “qué bueno que se hagan estas cosas” y les muestra su pulsera de apoyo a la dignidad de las mujeres y contra el acoso sexual. Cuando me entero de esto, confirmo que la sensibilidad y el sentido común de los mexicanos está presente más allá de aquellos que piensan que la mayoría de la gente no entiende la poesía (sólo hay que permitirle entrar en nosotros) y, al mismo tiempo, se disipan mis dudas acerca de la presunta contraposición que podría haber entre mi poema, y el de Dulce, y la campaña que el Gobierno del Distrito Federal lleva a cabo contra el acoso sexual (razón por la cual, mi cartel y el de Dulce quedaron al final en la lista).
Anita y yo les estamos pisando los talones a los hombres y, cuando pasamos por Insurgentes, alcanzamos a ver al mismo policía, frente al cartel, ensimismado aún, o nuevamente, no lo sé… en la lectura. Lo vemos, nos miramos entre nosotras cómplices, sonreímos satisfechas. Lamento no haber tenido la cámara preparada en ese instante, pero la imagen se queda en el corazón.
Comenzamos a sentir el cansancio en los pies. La falta de agua seca nuestra boca, pero no queremos salir a buscarla por no ir al baño y la conciencia de que aún nos resta un buen trecho para terminar el recorrido. Decidimos aguantar hasta el final.
En El Chopo nos aborda un joven de nombre Daniel Guzmán que trabaja en Metrobús. Quiere saber si nosotras somos las autoras de lo que dice el cartel. Quiere saber, también, dónde puede conseguir uno. Nos pregunta a dónde puede acudir la gente para conseguir uno de ellos. Le mostramos la dirección mail del colectivo, pero parece no serle suficiente. Nos pide un teléfono o algo más. No quiere irse sin nada. Le doy mi teléfono y se va, por fin, al parecer, más contento.
Ahí la llevamos. Los hombres nos han rebasado ahora. Anita y yo estamos cansadas y hambrientas. El parloteo ha ido bajando de nivel. En Buenavista colocamos el último cartel que nos tocó. Son las tres de la tarde. Anita debe ir a comer con su abuela. Nos despedimos con la intención de no perder el contacto. Yo, que aún debo esperar a los hombres, decido bajar a tomar un refresco con siete pesos que me presta Anita porque no llevo monedero. Compro una Coca en el puesto de la esquina y me siento a beberla, exhausta, en la banqueta. Ya no me importa si no hay baño. Mi cuerpo necesita líquido. Una vez hidratada decido comprar unos cacahuates, pero me faltan cincuenta centavos. El chico del puesto se conduele de mí y me los perdona.
A las tres y media nos reunimos los que quedamos y vamos a comer. A las cinco emprendemos el viaje de regreso. A través de la rejilla de las estaciones, miro, al pasar, ya sentada en el bus, nuestro cartel. Está ahí, muy estiradito y limpio esperando la mirada de los transeúntes. En la estación Poliforum veo a una pareja de novios que, al comprar su tarjeta, se ve atraída por él. Los muchachos posponen la compra del boleto y se detienen a leer.
En la mano derecha llevo el racimo de gafetes. Pienso en las manos de mis compañeras llevándolos, tal vez, de la misma manera que yo los llevo y, en ese momento, me doy cuenta de que ese racimo de gafetes es, en realidad, un racimo de sueños compartidos y por compartir. Sueños puestos en palabras e imágenes con la esperanza de que alguien los mire al pasar, en medio de su trayecto a algún lado.
Me miro los nudillos rasguñados y las uñas llenas de esa mugre que no quiso salir con una simple lavada de manos en el restaurante y me sonrío a mí misma. No sé qué tanto sí o qué tanto no, pero es un hecho que logramos nuestro objetivo. Esos novios y ese policía leyendo me lo dicen. Me digo que vale la pena y que hay que seguir insistiendo. El arte y la poesía no pueden ser privilegio de unos cuantos y es nuestro deber tomar los espacios disponibles. El sonido del motor del bus arrulla mis pensamientos.
A las seis y media nos reunimos con Haydeé y Juan en Dr. Gálvez. Entre todos colocamos los carteles que, por equivocación, los hombres desmontaron de Indios Verdes. Sin querer, la exposición cambia de sede al sur de la ciudad.
Haydeé y Juan, muy guapos, van a una fiesta (diviértanse mucho…) y nosotros –chamagosos, pero contentos- nos dirigimos al cine para cerrar con broche de oro este día que no es, ni por equivocación, el fin del trayecto. El viaje apenas comienza… Gracias Haydeé.
Angélica Santa Olaya D. R. ©
México, D. F. enero 2008.
2 comentarios:
Veo que estás muy alegre, me alegro yo también. Felicidades Angélica, mañana por la noche tomo el metrobus, leeré tu poema y lo comento.
JLFS
Gracias Jorge,
por compartir mi entusiasmo. Espero tu comentario.
Un beso,
Angélica.
P.D. En Dr. Gálvez están todos los carteles que se han colocado hasta el momento.
Publicar un comentario