De acuerdo con la definición del Diccionario de la Real Academia Española, la palabra cursi se aplica a lo que “con apariencia de elegancia o riqueza, es ridículo y de mal gusto” o también, señala la Academia: “Dícese de los artistas y escritores, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados”. En una acepción popular, podríamos decir que se entiende por cursi aquello que alude al amor, o a algún otro sentimiento ligado a éste, de una manera exagerada y empalagosa a grado tal que parece falso. Por eso la Real Academia refiere pretensiones y apariencias. A esta concepción vox populi podríamos añadir un plus: su inevitable connotación de antiguo. ¿Podríamos entonces decir que en la actualidad el amor es considerado como un sentimiento antiguo aún cuando ha sido despojado de falsas apariencias? Existe quien así lo cree.
Roberto Bolaño -un escritor “sin pelos en la lengua”, como decimos en México, directo, fuerte en sus afirmaciones y, para seguir con los refranes populares mexicanos, “piedrita en el zapato” de cualquiera- consideraba que los terrenos de la cursilería eran sus “potreros natales”. Así lo expresó a la periodista Mónica Maristain durante una entrevista, realizada el 23 de julio del 2003, titulada “Estrella Distante” la cual parece ser la última entrevista que Bolaño concedió antes de morir. “Estrella Distante” es un nombre apropiado no sólo para una entrevista o su obra misma, sino para la persona de este escritor chileno que en su trashumar por el mundo pasó por México dejando la huella de su esperanza por modificar “las sendas confusas” y aligerar el trayecto de su “moto negra, como un burro de otro planeta”.
Cualquiera sabe, al leer sus textos, que Bolaño no tenía la menor pretensión de aparentar elegancia o refinamientos del lenguaje exagerados que lo colocaran en la definición equivocada de lo cursi. Y es que esta palabra ha sido malentendida y maltratada, e incluso rechazada, como si fuera una mala película diría, tal vez, Bolaño. Ser cursi es algo menos superficial, tiene que ver no con las apariencias sino con el sentir, el pensar y, ¿por qué no?, el desear, el soñar.
Roberto Bolaño, era el conductor de esa moto que, como él, parecía no pertenecer a ningún lado ni tener un camino definido, porque dondequiera que iban la lluvia y el llanto los perseguían. Es algo paradójico imaginar un motociclista cursi, en el sentido peyorativo del término, montado en una moto negra llevando consigo una prostituta abrazada a su cintura, un puñado de sueños y preguntas y “un amor breve como el suspiro de una cabeza guillotinada”. Sin embargo, este fantasma surrealista se explica a si mismo no sólo en la obra de este autor sino en la calle que habita el otro lado de nuestra puerta. Es más, puede justificarse con una atenta y honesta mirada al propio espejo.
A simple vista, pareciera que la visión bolañana del mundo es oscura y pesimista porque dirige su vista, siempre atenta y puntillosa, hacia los actores marginados de la sociedad convirtiéndolos en los personajes de historias que se deslizan, de un extremo a otro, desde la novela, el libreto cinematográfico o la síntesis poética, pasando por el cuento, la narración, la crónica o cualquier otro género que al lector se le ocurra. El trabajo literario de Bolaño es tan abierto e inclasificable como él mismo. Como la humanidad junto a la cual caminó en su permanente andar detectivesco buscando siempre huellas delatoras, sueños proféticos o reveladores, rostros de terrible belleza y dolor o poetas locos dispuestos a lanzarse un clavado en el Infierno a través de “caminos de hielo” y “patios escarchados”; todo con tal de encontrar la puerta detrás de la cual espera, nuevamente, la Quimera.
Detrás de “los ojos terribles de Edna Lieberman”, de las calles de México en el 68, de los hospitales, los cuartos de hotel en la colonia Guerrero y los “dedos cortados, quebrados, esparcidos en el aire del D. F.”, está la musa que Bolaño amó y a quien rindió tributo en el poema del mismo nombre con el cual casi concluye su libro de poemas “Los perros románticos”[1]. Esa musa que Bolaño describe como “más hermosa que el sol”. Esa amigable presencia que ilumina un callejón oscuro y protege al amigo en Chile, en España, en la Alameda o en Tlatelolco; que abre puertas y supera la belleza de las estrellas. Esa musa no es otra que el amor que muchos consideran cursi.
Roberto Bolaño, en muchos de sus hermosos poemas oníricos, introduce la presencia de ese detective que lo autodefine y lo coloca, paso a paso, en el trayecto de su obra, moviéndose con ella, hurgando siempre, investigando posibilidades y salidas, descubriendo espejos y mirándose en ellos por muy empañados que éstos se encuentren. El detective puede helarse bajo el frío de una época, perderse en una ciudad oscura, sentirse abrumado por el suicidio de unos muchachos locos y soñadores como él o echar un vistazo al comunismo, o a alguna que otra Revolución, y ver que todavía sigue lloviendo.
Un detective como él debe tener el valor y la voluntad suficiente para saber que, aunque parezca cursi, debe recordar y proclamar que “el amor... te salva”; que hay que meterse en la cama para acariciarnos unos a otros en nuestra terrible desnudez y desamparo. Bolaño sabía que el amor es necesario como el aire, efímero e intangible como el aire y como el sueño, escurridizo como la lluvia. Por eso contaba, y cantaba, las escalofriantes visiones que poblaban su sueño y su realidad. Para ver si lograba erizarnos los pelos y provocar nuestra conversión de simples perros quejumbrosos en detectives que buscan salvajemente el amor.
Las señales guía y las pistas están en su obra por si no queremos ya salir a la calle a arriesgarnos o a observarnos en el otro porque nuestra desnudez es apabullante. El trabajo requiere esfuerzo y valor. Los asesinatos y los corazones congelados por la frialdad que recorre las ciudades no son agradables a la vista. Hay que tener la valentía de vestirse de romanticismo y declararse abiertamente cursi para acceder a la solución del caso que hunde al hombre, desde hace muchísimos años, en el “fango inmóvil” o “en la rosa de la nada”.
No nos dejemos engañar, hay que afinar la mirada y la intuición porque la nada también se disfraza de belleza pero es igual de voraz que la arena movediza o la oficina de un escribiente. Preguntémosle a Bartleby si tenemos duda; a Clarice Lispector o al mismo Bolaño, quien nunca perdió la esperanza de encontrar otras puertas que lo condujeran a calles menos sangrientas -por cursi que a él mismo le pareciera- enarbolando, como siempre, el valor para confesarlo con todas sus letras e invitar al lector a seguir soñando, ¿por qué no?, que la Musa puede tocar su espalda con los dedos e impulsarlo a seguir caminando “cuando todo esté oscuro, cuando todo esté perdido”.
[1] Pág. 84, “Los perros románticos”, Roberto Bolaño, Ed. Acantilado, España 2006.
Angélica Santa Olaya D. R. ©
México, D. F. México, noviembre 2006.
3 comentarios:
Bueno Alicia la necia, tu comentario de Bolaño no está mal, lo que yo creo es que Bolaño escribió Narración o cualquier cosa siempre como poeta. Era un escritor que buscaba hacerse leyenda de sí mismo y como estoy seguro que me pasa igual a mí, no puedo criticarlo de mala fe. Trazó realmente caminos nuevos con Los detectives... Lástima que yo los encontré antes sin haberlo leído, en fin. Soy Marcos y ando por aguascalientes, saludos.
Está bien tu comentario de Bolaño. Era un escritor que buscaba hacerse una leyenda de sí mismo. A mí me pasa igual y su cuate Vicente Anaya me lo dijo cuando me presentó una novela que hice en que, dicen, me parecía a Bolaño. Cuando la escribí, ni siquiera había oído del tipo.
Marcos desde aguascalientes.
Marcos,
¿Cómo se llama tu novela y en qué editorial está? Me gustaría leerla. Y claro, lo que sucede es que se trata de una actitud ante la vida con la cual nos sentimos identificados o no. Y de pronto se encuentran "hallazgos" que ya están en uno mismo. Por eso, como tú bien dices, "Bolaño escribió Narración o cualquier cosa siempre como poeta".
Gracias por tus comentarios y saludos,
Alicia la Necia.
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